"Venid a mí y seré el sol en torno al cual giréis en órbita, y mis rayos dejarán al descubierto los secretos que os ocultáis el uno al otro, y así yo, que poseo hechizos y poderes de los que no tenéis la menor idea, os controlaré y os poseeré y os destruiré." Armand
"El pecado siempre sienta bien." Nicolas
"Vagar eternamente por el territorio de las pesadillas tiene su obscuro esplendor." Gabrielle de Lioncourt
"Sucederá lo que debe suceder, pero escoge a tus compañeros con cuidado. Escógeles porque te guste mirarles y escuchar el sonido de su voz, y porque posean secretos que desees conocer. En otras palabras, escógeles porque les ames. De lo contrario, no podrás aguantar su compañía durante mucho tiempo." Marius, el romano
"El mal es un punto de vista." Louis Point Du Lac
"Ella es una época para ti, una época de tu vida. En caso de que rompas con ella, romperás con la única persona que ha compartido el tiempo contigo." Armand
"En mis sueños sigo abrazándola, ángel, amante, madre y en mis sueños beso sus labios amante, musa, hija.
Ella me dio la vida, yo le di la muerte, mi hermosa marquesa… regresa a mí, Gabrielle, mi hermosa marquesa el castillo de la colina esta en ruinas. El pueblo, perdido bajo la nieve, pero tú eres mía para siempre." Lestat de Lioncourt
"Dime lo malo que soy. ¡Me hace sentir tan bueno!" Lestat de Lioncourt
La Isla de la Noche
La Isla de la Noche
“Y luego llegó el sueño final: la Isla de la Noche, la propia y personal creación de Armand, con sus cinco deslumbrantes plantas de teatros, restaurantes y tiendas. Él mismo dibujó los proyectos para los arquitectos que había elegido. Les dio interminables listas de los materiales que deseaba emplear, de las telas, de las esculturas para las fuentes, incluso de las flores, de los árboles plantados en macetas.
¡Admirad! ¡La Isla de la Noche! Desde la puesta de sol hasta el amanecer, los turistas la abarrotaban, turistas traídos barca tras barca de los muelles de Miami. La música tocaba continuamente en los salones, en las pistas de baile. Los ascensores de cristal nunca detenían su vuelo al cielo; estanques, canales, cascadas brillantes en medio de lechos de flores húmedas, frágiles.
En la Isla de la Noche se podía comprar de todo: diamantes, Coca-Cola, libros, pianos, loros, diseño moderno, muñecas de porcelana. Las cocinas más delicadas del mundo a disposición de cualquiera. En los cines se proyectaban cinco películas en una noche. Allí había el tweed inglés y el cuero español. Seda india, alfombras chinas, plata de ley, helados de cucurucho o azúcar en algodón, objetos de marfil y zapatos italianos.
O se podía vivir cerca, en lujo secreto, saliendo y entrando disimuladamente y a voluntad del torbellino.
—Todo esto es tuyo, Daniel —dijo Armand, paseando con calma por las espaciosas y aireadas habitaciones de su propia Villa de los Misterios, que ocupaba tres plantas (y sótanos, prohibidos para Daniel), ventanas abiertas al ardiente paisaje nocturno de Miami, a las difusas y altas nubes planeando por el cielo.
Magnífica era la hábil mezcolanza de lo viejo y lo nuevo. Puertas corredizas de ascensores que se abrían a enormes habitaciones rectangulares, llenas de tapices medievales y candelabros antiguos; pantallas gigantes de televisión en cada estancia. Pinturas renacentistas llenaban la alcoba de Daniel, cuyo suelo de parquet estaba recubierto de alfombras persas. Lo mejor de la escuela veneciana rodeaba a Armand en su despecho enmoquetado de blanco y lleno de resplandecientes ordenadores, interfonos y monitores. Los libros, las revistas, los diarios, llegaban de todo el mundo.” (La Reina de los condenados, pág. 58 de la versión digital).
“Hacía horas que había oscurecido en la costa de Florida. La Isla de la Noche estaba ya abarrotada de gente.
A la puesta de sol, las tiendas, los restaurantes, los bares (en cinco plantas de pasillos ricamente enmoquetados) habían abierto sus anchísimas puertas de una sola lámina de cristal. Las escaleras metálicas plateadas habían iniciado su zumbido de grave vibración. Daniel cerró los ojos y se imaginó las paredes de cristal surgiendo por encima de las terrazas del puerto. Casi podía oír el estertóreo bramido de las fuentes danzantes, ver los largos y estrechos lechos de narcisos y tulipanes floreciendo eternamente fuera de estación, oír la hipnótica música que retumbaba como un corazón palpitante en las entrañas del conjunto.
Y Armand deambulaba probablemente por las salas de iluminación menguada de la villa, sólo a unos pasos de los turistas y de los comerciantes, pero aislado de ellos por puertas de acero y muros blancos: un extenso palacio de ventanales largos como paredes y anchos balcones sobre la blanca arena. El vasto salón, solitario, aunque muy cerca del alboroto sin fin, presentaba su fachada a las parpadeantes luces de la playa de Miami.
O quizás había cruzado una de las puertas ocultas que daban a la galería pública. «Para vivir y respirar entre los mortales», según su expresión, en aquel universo seguro y autónomo que él y Daniel habían creado. ¡Cuánto amaba Armand las cálidas brisas del Golfo, la primavera interminable de la Isla de la Noche!
Las luces no se apagarían hasta el alba.” (La Reina de los condenados, págs. 47-48 de la versión digital).
En la Isla de la Noche estaba el punto de encuentro para los que habían sobrevivido a la gran matanza de la Reina. “Parecía que en la planta baja habían llegado a una especie de acuerdo; que fueran a donde fueran siempre regresarían. Ésta sería la casa de reunión, el santuario; nunca sería como antes.” (La Reina de los condenados, pág. 267 de la versión digital).
Fuente: Rice, A.: Le reina de los condenados, Nueva York: Joseph Knopf, 1988.
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